viernes, 23 de septiembre de 2011

Accidentes


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No sabés cómo quedaron los hierros retorcidos. Roncaban contra la pared de la obra en construcción. El humo que desprendía la trompa del ómnibus no me permitió mirar de manera clara herida alguna. Así que giré mi cabeza hacia la izquierda, hacia mi mejor ojo, para asegurarme que no pasó lo peor. Pero sí, pasó.

El chofer-cobrador enterró la cara sobre el volante y las lascas del parabrisas tajearon toda su nuca, sus brazos, su espalda, su ropa. Es el homicida culposo de una señora mayor que murió bajo el coche. Así, tipo de mi edad. Seguro que murió, porque sus piernas estaban en posiciones incómodas. Me espanté sólo con verlas. Toqué una de sus piernas y aún estaba caliente, pero muerta estaba, dalo por hecho.

Tenía que doblar en la esquina, a la derecha, y no lo hizo. Yo no sé en qué pensaba ese chofer. Yo dejé a mi hija en la esquina y… no, en realidad ella me dejó. Se va con su novio y me deja todas sus cosas. Así que la despedí, helada por la sorpresa que tengo, y retomé mi camino a casa. Cuando sentí a mis espaldas la rabia del ómnibus contra aquella obra, sólo pensé en mi hija. No me fijé en la gente sobre el bus, ni en la señora, ni en la luz roja del semáforo. Yo no sé en qué pensaba ese chofer, pero no sabés cómo quedaron los hierros retorcidos.




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