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No sabés cómo quedaron los hierros retorcidos. Roncaban
contra la pared de la obra en construcción. El humo que desprendía la trompa
del ómnibus no me permitió mirar de manera clara herida alguna. Así que giré mi
cabeza hacia la izquierda, hacia mi mejor ojo, para asegurarme que no pasó lo
peor. Pero sí, pasó.
El chofer-cobrador enterró la cara sobre el volante y las
lascas del parabrisas tajearon toda su nuca, sus brazos, su espalda, su ropa.
Es el homicida culposo de una señora mayor que murió bajo el coche. Así, tipo de mi edad. Seguro que
murió, porque sus piernas estaban en posiciones incómodas. Me espanté sólo con
verlas. Toqué una de sus piernas y aún estaba caliente, pero muerta estaba, dalo por hecho.
Tenía que doblar en la esquina, a la derecha, y no lo hizo.
Yo no sé en qué pensaba ese chofer. Yo dejé a mi hija en la esquina y… no, en realidad ella me dejó. Se va con su novio y me deja todas sus cosas. Así que la despedí, helada por la sorpresa que tengo, y retomé mi camino a casa.
Cuando sentí a mis espaldas la rabia del ómnibus contra aquella obra, sólo pensé en mi hija.
No me fijé en la gente sobre el bus, ni en la señora, ni en la luz roja del
semáforo. Yo no sé en qué pensaba ese chofer, pero no sabés cómo quedaron los
hierros retorcidos.
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