miércoles, 26 de diciembre de 2012

El 2002 y el verdadero fin del mundo

Zombies, fuente

Pasaron diez años de las hordas que venían del Cerro, un barrio que se convirtió en una zona roja amenazante, de un peligro potente, donde vivían muchos y era un misterio el por qué no se movían todos juntos y rompían todo, por qué no empezaban a martillar cada costura de la pared para que se caiga, por qué no reventaban los autos con fuegos prendidos con nafta, por qué no reventaban las cabezas de los viejos contra el asfalto, que hicieran todo eso  de una forma definitiva y, sin embargo, se quedaban en el Cerro, nos dejaban expectantes, con el Cristo en la boca, porque diariamente nos robaban, nos cogían y nos torcían los brazos hasta que las muñecas nos estallaban sobre la espalda, entonces todos nos preguntábamos qué les impedía hacerlo de una vez.

Yo no me creía esto de que en el Cerro regía la ley de los piñazos, me parecía un cuento de maravillas, una película, una relación que se trenza con un relato oscuro que le cuentan a uno y que sólo le pasa a las viejas. Aunque yo también tenía mi lugar oscuro con el Cerro. A mí me lo contaba una amiga que vivió allá antes del 2002, que no era el Cerro amurallado por las chimeneas de los años cincuenta sino que ya estaba sumamente golpeado. Contaba aquello sin nostalgia porque, si bien vivía por el centro de la capital, en aquellos años ella lo recorría por diversos motivos. A veces era la militancia. Ella era “bolche”, una cosa exótica para alguien como yo, que se fascinaba fácil con cierta aureola mística hecha como con artesanías: piecitas de su historia sueco-uruguaya (porque su familia se tuvo que ir debido a la militancia del papá y la mamá), sus maneras gentiles en el trato personal (sobre todo para decirme que no), su seguridad sin espacio para las dudas sobre todo lo que le pasaba al país, la forma en la cual se degradaba con los Redonditos de Ricota. Ahora que estoy contando otra cosa lo digo directamente: ella me gustaba y no fui correspondido.

Del video de Ataque de Pánico
Así que, cuando me crucé por 18 de Julio con ella, que estaba acompañada por el lado femenino de su familia durante la tarde del malón del Cerro, el “hola-cómo-andás” se vio rodeado de mucha paranoia. La paranoia no consistió sólo en el ataque violento a las costumbres burguesas, en la instalación definitiva del sálvese quien pueda, en el ligero gusto a “golpe de Estado” que teníamos en la boca, en la sensación de que el tren de la historia global se nos había ido, la idea de que perdimos la pelota y no hay centro que valga porque se pudrió el partido, en quedarse ciegos ante la idea de que los zombies de la postdictadura uruguaya no eran nuestra culpa y que venían por nuestro culo pero no por venganza sino por odio desde las tripas y que vivían a media hora de nuestras casas y que caminaban por la avenida Agraciada. Era más que eso. Era ver el fin del mundo. Porque yo le pregunté si sabía de las hordas del Cerro, nos miramos como para no creernos el cuento pero los locales bajaban las cortinas, las paradas de los ómnibus estaban llenas, las calles se llenaron de taxis y los autos particulares silbaban con el viento. La gente miraba al cielo para buscar el helicóptero que habían soltado los militares. Y me preocupé. Así que me despedí y le agarré el brazo bien fuerte, tanto que encogió los hombros para soltarse de mi mano. La agarré fuerte porque para mí ver el fin del mundo era comprender que, si todo se iba a la mierda, por más que trabajara no le iba a poder dar un futuro digno, como cualquier enamorado quiere. Ni para ella ni para nadie.

Claro que ella nunca me dio bola. Las “hordas” eran un rumor, nadie salió a robar, la gente corrió sin motivos, no hubo nada. El país cambió después y como que se olvidó de esto, pero yo entiendo que la crisis, y sobre todo nuestra manera de pensarla, ahí sobre nuestro nivel más cutáneo, “las hordas”, era algo irreal hecho para no tocar demasiado el mundo uruguayo, para hacer un cambio cosmético, tan irreal como el rumor. Pero lo real fue el miedo, que ese día se me escondió atrás de la angustia por el desamor, agazapado. Por eso cuando hablan del 2002, cuando leo o miro la forma en la cual retratan, re-tratan, interpretan, o sacan el foco para otro lado, siempre me acuerdo del muchacho que fui al llegar a la esquina de 18 y Andes, un tipo que sabía inútil cualquier forma de protegerla, cualquier intento era una maniobra burda e insuficiente hacia alguien que no lo quería, que no podía entender lo grosero del mundo. Si eso no se parece al fin del mundo, no sé qué puede ser.



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