Son las
4 horas y 45 minutos de la mañana y no puedo dormir. Me van a decir que soy un
pelotudo, pero el zumbido de los mosquitos me causa insomnio. No voy a usar un
insecticida ni un repelente, con este calor sería insoportable. Esto es un deja
vú permanente: viene zumbando, me aturde, me pica en la oreja y me rompo la
jeta de un cachetazo. Una y otra vez. Así que lo tengo que matar, si quiero
dormir no me queda otra. Por eso estoy acá a las 4 y pico de la mañana, porque
si lo espero lo puedo matar. Entonces espero que pase frente al monitor de la
computadora, acá, mientras escribo. Lo mato y me voy a dormir en paz. Y
mientras, cuento algo. Tengo ganas de escribir un texto que te permita
interpretar toda la expectativa que tengo. Quiero encontrar al mosquito
revoloteando frente a la computadora. Y ahí lo mato.
Me está
matando ese intenso dolor en la vista que tengo y que está batido con el pegote
del cuerpo caluroso y con el horario de trabajo que debo cumplir y la
impotencia y todo lo demás que ya sabés. Y él zumba por ahí. Quiero bajarlo a
tierra y terminar el problema. Pero para eso, tengo que armarme una torre de
paciencia. Respiración baja, dedos tecleando en silencio, vista concentrada en
lo que escribo. Contar. Edición, mucha edición, para hacer tiempo. Como si el
mosquito no existiera realmente, como si no lo esperara realmente. Al moxquito
lo cuento. Te lo cuento a vos, que me leés. Escribo y, en el fondo, busco otra
cosa. Quiero matar lo que me distrae el sueño y ahora que me muero por dormir
bien empiezo la escritura. Pero justo ahí cuando aterrizo, el moxquito me
recuerda que estamos solos. Que estoy solo, porque él es una cosa
indestructible en su mérito, de voluntad innegociable. Y que yo lo traduzco, de
forma potente, como algo suspicaz y terrible.
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