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Listas de mayo de 2009 Fuente |
Yo fui
vocal en una de las mesas electorales que se instalaron en la escuela
Argentina, de Colonia esquina Cuareim, cuando las elecciones de 2009. Es una
experiencia muy linda y recomendable, todos te hacen sentir muy bien desde el
comienzo, tanto los funcionarios de la Corte Electoral como todos los votantes hasta,
incluso, cuando los muchachos de la televisión te registran la apertura de urnas y
el conteo de los votos.
Esa noche
de octubre empezamos a contar los sufragios y fuimos la primera mesa de toda la
televisión nacional. Esto es real y mis compañeros de mesa lo pueden
atestiguar, como también los compañeros de laburo que me saturaron a mensajes
por celular. Me acuerdo de las luces de televisión, la marinera con sus ojeras,
los delegados de los partidos, y de la presidenta de mesa, tan joven como quien
suscribe, abriendo el candado de la urna y desparramando los sobres encima de
la mesa.
Ese año,
en la elección de octubre (también participé en el balotaje de noviembre de
2009), se votaban dos plebiscitos: la papeleta rosada que apoyaba la anulación
de la Ley de Caducidad y la papeleta amarilla para habilitar el voto de los
uruguayos residentes en el extranjero. Y yo ponía palitos, uno para acá, otro
para allá.
Palito a
palito yo deseaba que esa columna se hinchara y explotara en confianza hacia
todos los que trabajaron en eso, sobre todo los más jóvenes como, por ejemplo, la delegada
del Frente Amplio. Yo iba de palito a palito, un voto para el Frente Amplio,
lista 1001, con papeleta rosada y amarilla; un voto para el Partido Nacional,
lista 2004, con papeleta rosada; Partido Colorado, lista 10, con papeleta
rosada (“opa”, me decía en voz baja); partido Frente Amplio, lista 609.
Los cachetazos
eran constantes y me parece que paró por su cansancio. Sólo escuchaba sus botas
que decían “Pablo, Pablo, Pablo, ¡Pablo!”, que en realidad era la presidenta que me llamaba.
“Voto para el Frente Amplio, lista 77, con papeleta rosada, dale, poné”, me
ordenó. Y atrás de la anotación vino el milico con una piña en la nuca que me tiró al suelo, y
empezaron las patadas a las costillas, a la cabeza, a la entrepierna, no
paraba. Me puso una bolsa de arpillera en la cabeza y me ahorcó con sus bordes, sentía
picanazos por todos lados, por las piernas por los huevos por las orejas por
las tetillas por las manos y gritos, muchos gritos del milico, histéricos, sobre la oreja que él tuviera más cerca en cada momento. En eso mi cabeza
se mojó completamente y perdí el aire en un submarino. Pasada la mojadura, anoté un voto para el
Partido Nacional, lista 71. De esa lista también vi un par de votos rosados.
El recuento final previo a llenar el
formulario de escrutinio tuvo un comienzo incierto. “Falta un voto”, dijo la
presidenta. Contamos los sobres y cuando los comparamos con la cantidad de votos escrutados que teníamos en la planilla, la cifra no era la
misma. En ese instante empecé a contar las papeletas rosadas, solo. En mi mesa, el total de las opciones rosadas no
superaban la mayoría absoluta. Los números de la delegada del Frente señalaban lo mismo.
Así que el conteo definitivo y el cierre de
la planilla los hice mudo, lleno de moretones y mirando a la delegada que, a
medida que le llegaban datos de otras mesas, se quebraba. Y yo permanecí mudo pero quería abrazarla y
consolarla con la posibilidad de los juicios en la Corte Interamericana de
Derechos Humanos o alguna ley posterior, ya que los datos que le llegaban a ella y al resto de delegados confirmaban que su
partido ganó la mayoría parlamentaria. Nada de eso la tranquilizó. Lloraba, así, chiquitito, y
atrás mío el militar que me torturó jugaba con su fusta en silencio.
Guardamos todo, los delegados de todos los
partidos guardaron todo, y nos fuimos todos, menos el militar. Yo me retiré del salón de clases al
final, un poco porque como vocal mi tarea estaba cumplida y tanto
presidente como secretario de mesa la seguían en el centro receptor, al que
fueron junto a la marinera. Cuando cerré la puerta el militar habló: “me vas a
tener que perdonar, pero no quiero ir preso”.
Perdonar. Me parece que esa fue la confusión
uruguaya. Ni el Estado puede dar el perdón ni las Fuerzas Armadas pueden pedir
perdón. Las sociedades no pueden basarse en el perdón. Uno perdona cuando ese
perdón no tiene interés alguno de por medio; si hay un gusto a interés,
estrategia o cálculo, hay algo del perdón que se pierde. Por eso el perdón es
posible sólo cuando perdonar es lo más difícil, lo más ridículo, cuando es una locura perdonar. Por ser una locura, una sociedad no
se puede basar en el perdón, sino en la justicia.
El perdón es un acto de la intimidad entre
dos personas (y el perdón perfecto, loco, es el imposible absoluto: el que la víctima da
a su victimario), pero la justicia es un acuerdo social sobre lo que es
deseable como forma de relacionarnos, lo que incluye preguntarnos qué es
deseable para una sociedad justa.
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Imagen sobre obra "Pedro y el Capitán" escrita por Mario Benedetti Fuente |
En sociedades atravesadas por el autoritarismo,
la violencia y la exclusión social, sólo la justicia puede redimir a los muertos que se quedaron en la historia. Las muertes y la prisión
política y los excesos deben redimirse desde la justicia del presente y desde
la construcción de una ética de la memoria, que sea capaz de traer a las voces que se
perdieron irremediablemente.
Una sociedad justa es condición previa y
necesaria para perdonar. Si hay justicia, el perdón verdadero puede venir
después, en cada uno, para que ese perdón sea realmente un "dar"
fuera de toda lógica, de cualquier cálculo, afuera de toda estrategia, o en
todo caso, como un modo de seguir construyendo lo imposible: una sociedad más
justa. Al militar no le dije nada y me fui, rengo, para mi casa.
Pd: El señor secretario de aquellas mesas
electorales del 2010, Martiniano Rodríguez, puede dar testimonio de la veracidad de
este relato. Cuál parte, se lo preguntan a él.
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