sábado, 16 de febrero de 2013

Cuando fui vocal en una mesa de las elecciones de 2010,votaban la Caducidad

Listas de mayo de 2009 Fuente
Yo fui vocal en una de las mesas electorales que se instalaron en la escuela Argentina, de Colonia esquina Cuareim, cuando las elecciones de 2009. Es una experiencia muy linda y recomendable, todos te hacen sentir muy bien desde el comienzo, tanto los funcionarios de la Corte Electoral como todos los votantes hasta, incluso, cuando los muchachos de la televisión te registran la apertura de urnas y el conteo de los votos.


Esa noche de octubre empezamos a contar los sufragios y fuimos la primera mesa de toda la televisión nacional. Esto es real y mis compañeros de mesa lo pueden atestiguar, como también los compañeros de laburo que me saturaron a mensajes por celular. Me acuerdo de las luces de televisión, la marinera con sus ojeras, los delegados de los partidos, y de la presidenta de mesa, tan joven como quien suscribe, abriendo el candado de la urna y desparramando los sobres encima de la mesa.

Mi trabajo como vocal era llenar la planilla con los datos que surgían a partir del recuento de los votos. Es el mismo procedimiento que se repitió miles de veces cada cinco años, salvo las interrupciones fachistas de 1933 – 1945 y 1973 – 1985. El secretario abre el sobre, retira el contenido, la presidenta “vocea” el partido, candidato y lista a la que corresponde el sufragio y yo, al igual que tantos otros vocales, sumo un palito al renglón que corresponda.

Ese año, en la elección de octubre (también participé en el balotaje de noviembre de 2009), se votaban dos plebiscitos: la papeleta rosada que apoyaba la anulación de la Ley de Caducidad y la papeleta amarilla para habilitar el voto de los uruguayos residentes en el extranjero. Y yo ponía palitos, uno para acá, otro para allá. 

Yo tenía un interés particular en la derogación de algunos artículos de la Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado (“a los delitos cometidos por policías y militares hasta el 1º de marzo de 1985  por móviles políticos o en ocasión del cumplimiento de sus funciones y por acciones ordenadas por los mandos que actuaron durante el período de facto”, para ser más exactos). Es que mi función en la mesa no calla a mi corazón y la procesión esa noche iba por dentro.

Palito a palito yo deseaba que esa columna se hinchara y explotara en confianza hacia todos los que trabajaron en eso, sobre todo los más jóvenes como, por ejemplo, la delegada del Frente Amplio. Yo iba de palito a palito, un voto para el Frente Amplio, lista 1001, con papeleta rosada y amarilla; un voto para el Partido Nacional, lista 2004, con papeleta rosada; Partido Colorado, lista 10, con papeleta rosada (“opa”, me decía en voz baja); partido Frente Amplio, lista 609.

La vista se me perdía con Inés, la delegada del Frente. Bailarina, jovial y despierta durante todo el día. Estaba buena, digamos. Levanto la vista y, como otras veces entre palito y palito, me molesta la luz de la televisión, no la puedo ver bien a ella. Las aulas de la escuela Argentina son antiguas, casi se puede degustar el moho viejo del museo Pedagógico, que está al lado. Por eso no me sorprendió que una cucaracha se posara en su zapato, pero cuando vi tres, siete, quince, un montón, me asusté.

Me paro porque quiero avisarle del incidente, pero una mano gruesa me agarra fuerte del sobaco y me devuelve a la silla. “¿A dónde vas?” me dice un hombre vestido de fagina. “No me digas nada, yo sé a dónde vas, yo sé todo”. Por las paredes subía la sangre, debió de ser porque los ojos se me inyectaron de mi propia sangre mientras el militar me ahogaba con su mano apretando mi garganta.

Los cachetazos eran constantes y me parece que paró por su cansancio. Sólo escuchaba sus botas que decían “Pablo, Pablo, Pablo, ¡Pablo!”, que en realidad era la presidenta que me llamaba. “Voto para el Frente Amplio, lista 77, con papeleta rosada, dale, poné”, me ordenó. Y atrás de la anotación vino el milico con una piña en la nuca que me tiró al suelo, y empezaron las patadas a las costillas, a la cabeza, a la entrepierna, no paraba. Me puso una bolsa de arpillera en la cabeza y me ahorcó con sus bordes, sentía picanazos por todos lados, por las piernas por los huevos por las orejas por las tetillas por las manos y gritos, muchos gritos del milico, histéricos, sobre la oreja que él tuviera más cerca en cada momento. En eso mi cabeza se mojó completamente y perdí el aire en un submarino. Pasada la mojadura, anoté un voto para el Partido Nacional, lista 71. De esa lista también vi un par de votos rosados.

Después de media hora de tortura, me soltó. Sin decir nada seguí transcribiendo cada voto y cada opción plebiscitaria, por el resto de la noche. Lo hacía con un miedo mudo, sobre todo cuando un voto de la 609 no tenía opción alguna incluida (el cuero de la fusta rechinaba, y una señora mayor dijo "ah! me olvidé de la papeleta!", me recuerdo hoy).

El recuento final previo a llenar el formulario de escrutinio tuvo un comienzo incierto. “Falta un voto”, dijo la presidenta. Contamos los sobres y cuando los comparamos con la cantidad de votos escrutados que teníamos en la planilla, la cifra no era la misma. En ese instante empecé a contar las papeletas rosadas, solo. En mi mesa, el total de las opciones rosadas no superaban la mayoría absoluta. Los números de la delegada del Frente señalaban lo mismo.

Así que el conteo definitivo y el cierre de la planilla los hice mudo, lleno de moretones y mirando a la delegada que, a medida que le llegaban datos de otras mesas, se quebraba. Y yo permanecí mudo pero quería abrazarla y consolarla con la posibilidad de los juicios en la Corte Interamericana de Derechos Humanos o alguna ley posterior, ya que los datos que le llegaban a ella y al resto de delegados confirmaban que su partido ganó la mayoría parlamentaria. Nada de eso la tranquilizó. Lloraba, así, chiquitito, y atrás mío el militar que me torturó jugaba con su fusta en silencio.

Guardamos todo, los delegados de todos los partidos guardaron todo, y nos fuimos todos, menos el militar. Yo me retiré del salón de clases al final, un poco porque como vocal mi tarea estaba cumplida y tanto presidente como secretario de mesa la seguían en el centro receptor, al que fueron junto a la marinera. Cuando cerré la puerta el militar habló: “me vas a tener que perdonar, pero no quiero ir preso”.

Perdonar. Me parece que esa fue la confusión uruguaya. Ni el Estado puede dar el perdón ni las Fuerzas Armadas pueden pedir perdón. Las sociedades no pueden basarse en el perdón. Uno perdona cuando ese perdón no tiene interés alguno de por medio; si hay un gusto a interés, estrategia o cálculo, hay algo del perdón que se pierde. Por eso el perdón es posible sólo cuando perdonar es lo más difícil, lo más ridículo, cuando es una locura perdonar. Por ser una locura, una sociedad no se puede basar en el perdón, sino en la justicia.

El perdón es un acto de la intimidad entre dos personas (y el perdón perfecto, loco, es el imposible absoluto: el que la víctima da a su victimario), pero la justicia es un acuerdo social sobre lo que es deseable como forma de relacionarnos, lo que incluye preguntarnos qué es deseable para una sociedad justa.

Imagen sobre obra "Pedro y el Capitán"
escrita por Mario Benedetti Fuente
En sociedades atravesadas por el autoritarismo, la violencia y la exclusión social, sólo la justicia puede redimir a los muertos que se quedaron en la historia. Las muertes y la prisión política y los excesos deben redimirse desde la justicia del presente y desde la construcción de una ética de la memoria, que sea capaz de  traer a las voces que se perdieron irremediablemente.

Una sociedad justa es condición previa y necesaria para perdonar. Si hay justicia, el perdón verdadero puede venir después, en cada uno, para que ese perdón sea realmente un "dar" fuera de toda lógica, de cualquier cálculo, afuera de toda estrategia, o en todo caso, como un modo de seguir construyendo lo imposible: una sociedad más justa. Al militar no le dije nada y me fui, rengo, para mi casa.

Pd: El señor secretario de aquellas mesas electorales del 2010, Martiniano Rodríguez, puede dar testimonio de la veracidad de este relato. Cuál parte, se lo preguntan a él.

No hay comentarios:

Publicar un comentario